Esta es la crónica de un viaje por algunos de los parajes más bellos e indómitos del planeta. Una aventura en solitario de 18.000 kilómetros por Argentina y Chile, abordada en 31 días, y que suponen la culminación de un anhelo largamente esperado.
La historia de este sueño comenzó hace dos años, en el sofá de casa, mientras veía la película “Diarios de motocicleta”, en la que se evocan las aventuras (y desventuras) que en 1952 emprendían dos jóvenes argentinos a los mandos de una Norton de 500 cc. Uno de estos jóvenes era Ernesto Ché Guevara, un personaje que desde siempre me ha resultado fascinante. Fue tan grande el impulso de rodar algún día por aquellos caminos del cono sur, que sin prisas pero sin pausas comencé a preparar mi viaje a Argentina. El filme representaba justo la aventura que yo había buscado desde pequeño.
Me enamoré de la moto a muy temprana edad. No soy un aficionado ocasional. Yo necesito la moto. Con ella voy a cualquier parte, con frío o calor, no importa. No lo digo presumiendo de ello, sino como un acto completamente espontáneo y natural en mi vida. Después de haber recorrido sobre dos ruedas buena parte de España, diversos países europeos y el norte de África, parecía que se acercaba el momento de enfrentarse a una aventura de mayores dimensiones. Me aproximaba, sin saberlo, al viaje tantas veces soñado. Además, era el momento: con 44 años, me sentía con fuerzas y experiencia suficiente como para mirarle a los ojos a un reto de estas características. Porque… si bien animo a todos los aficionados de Moto Viva a realizar este tipo de experiencia, lo cierto es que hay que estar muy preparado, física y psicológicamente, y tener presente que puede pasar cualquier cosa. La aventura es la aventura. Y con ella vamos.
Ante la magnitud de lo que se me avecinaba, y dadas las enormes distancias de las zonas a las que quería llegar, decido acometer el viaje en dos partes. Así, el 26 de octubre del pasado año ponía rumbo a Buenos Aires, con el propósito de efectuar un trepidante descenso por la cordillera andina hasta Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, para después subir por la costa atlántica hasta el punto de partida. Algo que ocurría el 26 de noviembre, dejando atrás un cúmulo de anécdotas y sensaciones alucinantes. Nunca se está lo suficientemente preparado para sentir la soledad de la Patagonia, el silencio plomizo de la Pampa, el bronco crujido del glaciar Perito Moreno, la presencia indomable del pico Fitz Roy o el peso de la historia en puntos como el Estrecho de Magallanes, donde terminas rindiéndote a la inmensidad del tiempo, de los espacios y de nuestros antepasados, aquéllos que ávidos de conocimientos se jugaron su vida por ampliar los confines de la Tierra. Nada más entregar en la capital bonaerense a “Catalina”, una leal Honda Transalp XL 650 V cuyo cuentakilómetros marcaba 14.865, supe que aquellos parajes me habían cautivado de tal manera que había que regresar tan pronto como fuera posible.
Este regreso se produce el 11 de octubre de este año, con ruta y moto nueva. Eso sí, otra Transalp también alquilada en el mismo concesionario oficial de la marca nipona, perfectamente equipada para tamaña empresa (apunte: felicidades a los ingenieros, las mejoras del modelo 2006 son patentes; gracias Mariano por prepararme la moto a mi gusto). Es importante apostar por las trail, ya que sus neumáticos estarán más en contacto con el ripio que con el asfalto, y son especialistas en terrenos adversos y temperaturas extremas, merced a su versatilidad y polivalencia: con ellas puedes rodar cómodamente a velocidades altas en los escasos tramos de “carretera”, pero también sortear con garantías pasos verdaderamente comprometidos. En esta ocasión, equipamos a “Margarita” con accesorios suplementarios que se revelaron como imprescindibles a medida que trascurrían los kilómetros: tres maletas rígidas, una amplia bolsa sobredepósito, cúpula alta, neumático de repuesto, 15 litros de combustible adicional y sistema en engrase continuo de la transmisión, además, claro está, de spray antipinchazos y herramientas adecuadas. En cuanto al vestuario personal, sobra decir que ha de estar preparado para soportar las más adversas condiciones meteorológicas, y que debemos llevar tienda de campaña y saco de dormir.
Los primeros instantes por las calles de Buenos Aires se convierten en un repaso a las vivencias del año anterior. Una amalgama de sentimientos que, poco a poco, empiezan a revitalizarse en cuanto dejo atrás la metrópoli y comienzan las primeras escalas en Córdoba y el Valle de la Luna, bajo un sol abrasador. Mención especial merece el cañón del Talampaya, con sus curiosas y erosionadas formaciones geológicas, declarado Parque Nacional. En medio de toda esta aridez me adentro en una pequeña –y preciosa- aldea, Jagüe, momentos antes de alcanzar Laguna Brava, que se alza majestuosa a 4.200 metros sobre el nivel del mar. Para alguien que viene de Sonseca (Toledo), donde los montes circundantes más elevados apenas si superan los 1.000 metros, la aclimatación puede convertirse en un problema. No olvidemos que podemos subir hasta 4.500 metros y descender hasta 700 en una misma jornada (con la temperatura ocurre lo mismo: de 45ºC a bajo cero en el mismo día). Tanto descontrol pasó factura a “Margarita”, que dijo “basta” en el paso de Jama (un sinuoso serpenteo a 4.585 m). Fue necesaria una pequeña intervención mecánica para conseguir que reanudase la marcha. En estos casos es cuando la inyección –electrónica, claro- vence a la carburación.
El próximo destino no puede ser más sugerente: el Aconcagua (6.959 m). Antes de contemplar sus nevadas cumbres, parada y fonda en Mendoza. A la mañana siguiente llega la cita con el pico más alto de América, cuyo macizo es atravesado por el largísimo túnel del Cristo Redentor, paso fronterizo entre Argentina y Chile.
Primera incursión a Chile y visita a su capital, Santiago, con el obligado paseo turístico. Al día siguiente, a través de la Ruta 5 Sur voy dejando atrás las poblaciones de Rancagua, San Fernando y Curico, y me desvío a la Reserva Nacional Radal 7 Tazas, un lugar de ensueño con asombrosas cascadas. Regreso a la ruta a través de Talca, por esta región inundada de lagos y frondosos bosques. En el punto de mira está la isla de Chiloé, a la que llegaría días más tarde fascinado por los lugares que jalonan esta bajada absolutamente increíble: el Salto de Laja, Los Ángeles, Temuco, Villarrica, Los Lagos, Río Bueno, Osorno, Llanquihue y Puerto Varas, por sólo citar.
Rodeados por un amenazante mal tiempo, “Margarita” y yo realizamos el trayecto Pargua-Chacao en barco, dando gracias por no sentir mareos ninguno de los dos. Cada vez estamos más al sur. Las gélidas temperaturas así lo indican, aunque se olvidan rápidamente al comprobar la belleza de esta isla, en la que paso dos días, descubriendo ciudades como Ancud, Castro y Huillinco.
Una vez visitada Chiloé, bordeo el Pacífico por la mítica Panamericana en dirección norte al desierto de Atacama, en el que se sitúan La Serena, Copiapo, Antofagasta, Calama y la inagotable y famosa mina de cobre de Chuquicamata, la más importante del mundo. En estos trayectos es fácil que no nos crucemos con nadie, por lo que hay que tener especial cuidado con nuestras previsiones de combustible. Por no hablar de las alimenticias, claro. Yo tan solo llenaba el estómago una vez al día, menos incluso que “Margarita”, a la que había que dispensarla “alimentos” al menos dos o tres veces por jornada (su autonomía media era de 340 kilómetros con el depósito lleno hasta la última gota y cuidando mucho las revoluciones del motor). Hay que tener en cuenta que el 24 de octubre, de 10 de la mañana a 9 de la noche, “Margarita” y yo nos zampamos la friolera de 1.036 kilómetros por el desierto, con un único punto de repostaje. Tela.
“Próximo” (unos 200 km) a Bolivia el espectáculo de los géiseres del Tatio despierta los sentidos, tras un imprescindible madrugón a 4.000 metros de altitud. Y aquí es donde se manifiesta una gran paradoja: me encuentro en un desierto, pero a dos grados bajo cero. Asombroso. Casi tanto como el Salar de Atacama, una alfombra salina que resulta ser la más grande del país, y en la que hay que extremar las precauciones ante una blanca superficie que parece uniforme, pero que esconde traicioneros socavones.
El siguiente destino tiene bandera argentina: Purmamarca, al que llego tras cruzar un trayecto sin parangón, allí donde la cordillera andina se retuerce con mayor belleza. Para ensalzar aún más la espectacularidad de este amplio tramo, la meteorología parece querer conspirar a mi favor, ofreciendo una escalofriante tormenta nocturna que jamás olvidaré, y que iluminaba mágicamente las 262 curvas que hay desde el Paso de Jama hasta Purmamarca (“pueblo de la tierra virgen”, en lengua aimará). Sus alrededores tienen una particularidad que les diferencia de cualquier otra estampa conocida: el Cerro de los Siete Colores, por ser éstas las tonalidades que adquiere esta curiosa montaña enclavada en la provincia de Jujuy. Contrasta especialmente la gama cromática de este accidente geográfico y el verdor de las riberas del río que da nombre a esta coqueta aldea.
Continúo la singladura por la ruta 68 hasta San Miguel de Tucumán, como de “costumbre”, atravesando parajes de fábula. Desde allí hago una breve ascensión por la ruta 9 hasta Metán, para enlazar con la 16, y de ahí abordar una recta en la que da tiempo a dormirte 40 veces: nada más y nada menos que 1.200 kilómetros lineales. Aburrida… pero peligrosa por la cantidad de animales de todo tipo que cruzan tan panchos la carretera. Así que… nada de encomendarse a Morfeo. Alcanzo la ciudad de Corrientes dejándola atrás para sumergirme en la “tierra colorá”, o lo que es lo mismo, Misiones.
La ruta 12 zigzaguea junto al caudaloso río Paraná, con destino a las cataratas de Iguazú. Poco se puede decir de esta maravilla, entre otras razones porque uno se queda boquiabierto y porque no es posible utilizar palabras que aún no se han inventado para trasladar al terreno del lenguaje estas creaciones de la naturaleza. En cuanto a lo que el hombre sí ha sido capaz de “dominar”, mención específica merece la presa de Itaipú, el mayor proyecto hidroeléctrico del mundo con 1.350 km2, compartido por Brasil y Paraguay.
Y más agua, puesto que pongo la brújula en dirección sur, buscando la proximidad de Uruguay, atraído por la llamada de la selva. Después de 3 días ensimismado con estos escenarios naturales en los que se grabaron las escenas más hermosas de “La Misión”, realmente uno termina encontrándose a sí mismo, planteándose lo afortunados que somos por disfrutar de tantos y tantos privilegios. Entre el espesor de estos mantos verdes, frente al estruendo líquido del Salto de Moconá, es imposible ni tan siquiera imaginar cualquiera de las comodidades que tenemos en nuestras sociedades “desarrolladas”. Estamos en tierras indígenas, por cierto, declaradas Reserva de la Biosfera. Y en este recóndito lugar, ante mi propia sorpresa, me topo con un biólogo canadiense, único morador de una cabaña aislada en este pulmón del planeta, con el que caminé durante día y noche por sendas vigiladas constantemente por las especies más exóticas que jamás había visto. Algunas de ellas, bastante peligrosas. Así que aquello de seguir la línea se convirtió en un dogma de fe.
Satisfecho por haber completado las partes más duras y complejas del recorrido, pero triste a la vez por notar que el final de la aventura está a la vuelta de la esquina, “Margarita” y yo encaramos la última etapa, que nos conducirá a Buenos Aires. Durante los dos días que se prolonga esta bajada, no dejan de acudir a la memoria las imágenes y los recuerdos más impactantes de esta experiencia. No olvidemos que no se trata de un viaje de placer. No es el caso. Es un viaje de aventuras, plagado de momentos difíciles y de máxima tensión, que lentamente van curtiéndote como motero y persona. Lo mejor: la hospitalidad y humanidad de estas gentes. Y también la sensación de soledad, que es indescriptible. Lo peor: nada. En resumen, queridos amigos, este tipo de viajes, nos guste o no, nos cambian la vida. Nos marchamos siendo unos, pero regresamos siendo otros. Hasta el próximo gran viaje.